Londres
Londres, una metrópolis que te cuida. Te protege de caídas, de atropellos, de golpes. Porque es así: para ser londinense hay que ser un gentleman .
Mind the gap, retumba en los oídos de cualquier visitante o simple ciudadano al pasear por Londres. Al bajar o subir del underground o tube, aparece la voz de un lord inglés pidiéndonos que seamos meticulosos con nuestro andar. Seguramente con la experiencia de haber salvado a más de un distraído de caer en ese espacio, riesgoso, entre el vagón y el andén.
La protección no es sólo subterránea, sino que también coexiste en las calles. Al mirar al suelo el asfalto vocifera “Look left o right”, evitando que alguna persona, sin sangre anglosajona, sea arrollado desde la izquierda.
En esta ciudad tan cosmopolita como londinense, repleta de íconos, no se olvidan de proteger a aquellos que manejan los emblemáticos buses rojos de dos pisos. Estos deambulan por el núcleo urbano, regalando panorámicas al andar. Y allí donde los árboles se sujetan a sus raíces para no desvanecerse sobre las calles, los avisos son frecuentes: “low tree bus drivers beware”.
Entonces es, hasta irónica, la canción “The London Bridge is falling down” que aprendimos de chicos, que nos advierte sobre los peligros de aquel puente que cruza el histórico Támesis.
La cuestión es clara. El metro te protege al bajar o subir, el puente nunca cayó, la calle te asegura la llegada a la proxima acera, sin morir en el intento, y los colectivos, por ahora, no se tropiezan con los árboles. Londres te cuida.
Tanguera
El cielo sobrio nubla los colores del barrio de la Boca, mientras algunos turistas deambulan por caminito. A lo lejos unas letras de Cadícamo susurran “... mademoiselle Ivonne era una pebeta en el barrio posta del viejo Montmartre. Con su pinta brava de alegre griseta animó las fiestas de Les Quatre Arts. Era la papusa del Barrio latino que supo a los puntos del verso inspirar...”
Con el gris que opaca los colores rutilantes, con los japoneses que captan imágenes de Gardel, con los chicos que corren, con los enamorados que se besan, con los dueños de los puestos de pinturas, con el viejo que toma mate en la puerta de su casa, con los bailarines que esperan aplausos, se encuentra ella, tanteando un respiro después del dos por cuatro.
En un escondite para el descanso, para poder subir las medias que fueron deslizándose en cada paso de baile, está la vieja pebeta. Como supo cantar Cadícamo, “ya no es la papusa del Barrio Latino, ya no es la mistonga florcita de lis” pero sigue de pie, esperando los aplausos de los entendidos.
Sus ojos denotan tristeza, preocupación y nostalgia por lo que alguna vez supo ser: una tanguera. Puede que sus ojos busquen ese caminar arrabalero de aquel que le robó el corazón. Parece ser de esas, que supieron ser bailarinas de las cafeterias porteñas, que aspiraron a ser el centro de La Ideal, pero sólo consiguieron una pareja ocasional. Aparentemente no le apasiona la milonga, por su ritmo más cuadrado y por su alma de tanguera. Sueña con los tiempos en que bailaba en los brazos de algún gil y triunfaba su escueta silueta entre risas y el humo de los puros.
Ella
Está allí mientras vos paseas. No sabes si te mira de reojo, directamente o disimuladamente. Siempre estática, hasta escuchar el leve chasquido de una moneda al caer en la lata, sonríe para vos.
Durante los fines de semana salen de sus guaridas para instalarse en diferentes partes de nuestra ciudad. Siempre en lugares que no pueden amparar ni a un turista más. Hay de todos los colores y tamaños, pero ella siempre está: la infaltable estatua blanca.
Todos pasan, y la miran. Hay quienes se detienen a esperar que por cansancio parpadeé, respire porque muchas veces dudamos que puedan hacerlo sin deslizar un poquito la mano. Algunos se preguntan, qué pasa si estornuda o tose, lo mejor para estas estatuas sería no salir si están resfriadas.
Después están los chicos, que contemplan sin poder comprender que esa estatua sea una persona. La examinan, piden a sus padres alguna explicación pero se resignan a observar. Alguno medio inquieto tratará de molestarla, de hacerla reír, pero es imposible: ella sigue quieta. Solamente hasta que ésta, aprovechando la ingenuidad del pequeño realiza un osado movimiento con una sonrisa, consecuencia de la exaltación del niño maravillado (o del sonido de la moneda).
Soportan el frío y el calor, aunque la pintura a veces les juegue una mala pasada, siguen congelados. Detenidos en su propio tiempo, porque para ellos el tiempo no existe, sólo la noche los devuelve a sus rincones.
La mano de Amberes
Hoy vamos a ir a Antwerpen en Bélgica, me dijo la alemana. No sabía a qué se refería, pero el sólo hecho de ir para otro país me exaltaba. Ya habíamos hablado sobre cruzar en bicicleta la frontera belga desde Tilburg, pero el frío tajante no ayudaba para la aventura.
Previo desayuno, con la holandesa en el volante y la alemana en el asiento de atrás, partimos hacia esa ciudad de la cual no podía ni pronunciar y ya había resignado todo esfuerzo geográfico para entender cuál era. Me explicaban sobre un gigante que arrojaba la mano de aquellos que no pagaban el peaje en tiempos medievales, pero no había caso.
Durante la perfecta autopista, rodeaba por enormes molinos, a los cuales Quijote hubiera deseado darles batalla, recordábamos aquellos tiempos de estudiantes. No había que preocuparse por mapas, ya que el camino era una línea recta y sólo bastaba esperar el cartel en donde nos despedíamos de las tierras bajas para entrar en las belgas.
Estacionamos frente a un castillo y una muralla. Comenzamos a caminar y como suele suceder en Europa llegamos a la plaza central, sin poder evitarlo nos enfrentamos al célebre gigante. Fotos con una ahí, y la otra posando allá, como suelen ser las postales de un viajero, hasta que la nieve nos empujó a buscar un refugio: la catedral.
Típico lugar turístico, sin querer pagar entrada, decidimos mirar todo lo que nos permitió el guarda desde la puerta y nos fuimos a ver los souvernirs. En su afán por vender más libros que nadie, estos religiosos habían traducido Antwerpen, ubicándome en el mapa: estaba en Amberes.
Con sólo los ojos destapados salimos a recorrer las callecitas. El frío era cada vez más intenso, pero no importó ya que había una parada obligada para un café más adelante. Encontramos la peatonal de la ciudad, escoltada por los mejores negocios de diamantes, pero lo que nos fijó la vista fue una mano. En el medio de una avenida repleta de personas que volvían apuradas por el viento a sus casas, estaba la mano que el gigante había tirado. Inmediatamente surgió la acción típica del turista, la foto. Entre risas y miradas de reojo del habitante belga, no pudimos evitar treparnos cual niñas: la habíamos encontrado!Labels: Belgica
Evansville
“Passengers, the seatbelt sign has been turned on. We are going to be landing in Evansville in 20 minutes. Thank you for flying with us, we hope to see you again. Enjoy your stay.” Those voices in the speaker awakened and welcome me.
While the flight attendant was talking, I could not help looking down through the tiny window. To my surprise, the only things I could see were country fields, a river and a big smoky factory. I remember thinking that most airports are far away from the cities, so I relaxed and got prepared for the landing.
Some students were waiting for me. The anticipation of seeing the city of Evansville was growing every second, but I kept thinking in “haft an hour”, we need to leave the airport area.
While driving, I was getting impatient. The only thing that I could find on Internet was a picture of Main Street and the knowledge of the existence of the Ohio River. That information made me compared Evansville with Boston... big mistake.
Suddenly, one of the students pointed to the right, and said “that’s downtown, and those are the two bigger buildings.” I was shocked. We kept driving. It was getting dark and it looked like USI was never going to appear. At that moment, I wanted to see the university, to see if my imagination was right, because I’ve made a slip with Evansville. The campus did not disappoint me. It was gigantic.
The third day somebody took me for a tour around the city. I discovered it was not as bad as I thought it would be. I discovered that the Ohio River made me feel as peaceful as the Charles River. The little coffee place Penny Lane made me feel like home. I started to see things differently. I understood that I need it to get in touch with this place that was going to be my home for some months. Getting used to the idea that some parts of the downtown area look like a ghost city and nothing to do with my idea of a city. Nobody walk around; people were hiding inside the buildings or stores. Some walk in and out of the Court Building.
Evansville, the first time I heard that name I run into my room to look for an Atlas. Never heard about it before, nobody back home did, but now few argentines knows there is a city called like this and it is in Indiana.